El concepto de educación ambiental, tal y como lo conocemos hoy, fue acuñado en los años 70 (junto al conjunto del movimiento ecologista). No es por tanto un tema reciente, ni tampoco uno que suscite el interés suficiente para ser centro de ningún debate público. Haciendo autocrítica, el movimiento sociopolítico ecologista ha tenido siempre otras luchas más urgentes y acuciantes donde focalizar sus esfuerzos en el aquí y ahora.
Desde que el ecologismo comenzó a dar sus primeros pasos hace cinco décadas se han conseguido importantes victorias en las instituciones y en las conciencias. Pero no importa cuánto esfuerzo ponga el ecologismo en concienciar a la sociedad y las instituciones, la respuesta nunca es suficiente. Nunca es suficiente porque nuestra palanca es muy débil para parar la enorme inercia del modelo capitalista, el tiempo se ha echado encima y por todo ello la crisis ecosocial tiene difícil vuelta atrás. Un artículo publicado por los profesores A. Vilches, D.
Gil y P. Cañal en 2010, con el que no necesariamente estamos de acuerdo en todo lo que expone, reflexiona acerca del hecho de que las campañas ecologistas pasen muy rápidamente de unos temas a otros, sin tiempo de detenerse en ellos pues es la actualidad mediática la que marca el ritmo. Las organizaciones políticas, sindicales, gobiernos y ciudadanía pierden con este ritmo la visión de conjunto. Incluso quedan insensibilizados tras engullir una noticia catastrófica tras otra (famoso síndrome de la “rana hervida”).
En la sociedad moderna el individualismo se ha impuesto, para goce de neoliberales. Se valora más lo propio y la rentabilidad personal que el compromiso público y desinteresado. Por ello muchas personas, aun desarrollando conciencia ecologista (o, al menos, ecológica), no toman acción. Es aquí donde muchas afirman que la educación ambiental debe dar su batalla. No en el mal concebido sentido de tan solo enseñar a respetar a la naturaleza a estudiantes en el colegio sin mayor recorrido, si no en el de empoderar a la población para que tome conciencia colectiva de los atropellos sociales y ambientales de nuestra sociedad y
sus interrelaciones. Y esta sociedad cambiará en tanto que la escala de valores de las personas también cambie, de manera que influyan en su cotidianidad (lo personal es político) y en su acción colectiva (con ánimo no ya de influir, sino de participar en las instituciones o incluso en el proceso productivo).
La educación ambiental, según la UNESCO en la Carta de Belgrado (1975), es aquella cuyo objetivo es “formar una población mundial consciente y preocupada con el medio ambiente y con los problemas asociados, y que tenga conocimiento, aptitud, actitud, motivación y compromiso para trabajar individual y colectivamente en la búsqueda de soluciones para los problemas existentes y para prevenir nuevos”. Por tanto, no es intención de quien escribe este artículo dotar de esa mayor dimensión y carácter multidisciplinar a la educación ambiental, sino que desde un principio fue así concebida. La educación ambiental del siglo XXI se enfrenta entonces al gran reto de visibilizarse y
avanzar, además con urgencia, en un entorno dominado por la necesidad de inmediatez, la falta de reflexión profunda y la imperante lógica individualista. Además, debe renovarse para evitar que se le encasille en el enfoque reduccionista ambiental y abordar también las realidades socioeconómicas y éticas. La educación ambiental no es una variante de ciencias naturales para enseñar a estudiantes ecología en las aulas. Tampoco parte de un enfoque es reduccionista. Los fallos han sido cometidos por aquellos y aquellas que no supieron ni quisieron entender el concepto de educación ambiental ni financiarlo adecuadamente.
Y ese es el siguiente reto: en lo técnico necesitará dotarse de recursos y estrategias para desplegarse de manera efectiva en el contexto social y educativo (esto es, en el ámbito no formal y formal) y ampliar los contenidos que actualmente difunde. Especialmente ambicioso será ampliar el público de la educación ambiental: no solo jóvenes en las aulas, sino el conjunto de la población fuera de ellas.
¿Cómo será esto posible? ¿Cómo el planteamiento de esta disciplina como una palanca de cambio político y social será aceptado por los actores en lugares de poder en este momento? ¿Cómo será capaz la educación ambiental de calar al hablar del verdadero desarrollo sostenible, que implica decrecer en el primer mundo y la asunción de unos límites que afectaría al actual estilo de vida de muchas personas y la lógica de beneficio económico de las empresas? A nosotras no nos vale una educación ambiental que hable de un desarrollo sostenible que enmascare la apertura de nuevos mercados “verdes” como el transporte eléctrico, biocombustibles y otros espejismos tecnológicos que sigan vendiendo el mito de que la tecnología borra los límites materiales de nuestro mundo. Para responder estas preguntas, debemos trabajar duro. La educación ambiental no nos sacará de la crisis ecosocial, pero sí plantará una semilla de largo recorrido en muchas conciencias. Una semilla que al crecer abordará de manera pausada, crítica y constructiva el sistema socioeconómico en quiebra. Quizás sea esta la base que el ecologismo siempre ha necesitado para convertirse en un movimiento de masas.
Miguel Gallardo.